4 jul 2007

Lo que es inaceptable


Jesús Silva-Herzog Márquez
Hace unos días un grupo importante de presidentes municipales del estado de Puebla dirigió un mensaje a la opinión pública. Daban fe de la honorabilidad del gobernador poblano, reconocían el trabajo que “viene haciendo” y el desarrollo armónico que el estado “viene consiguiendo” bajo su liderazgo. Según declaraban los alcaldes, el estado necesitaba seguir trabajando con su gobernador “como lo viene haciendo” a favor de las clases más necesitadas. Cientoveintitantas firmas exigían que le gente de fuera se mantuviera distante de lo que sucedía en Puebla. La entidad necesitaba seguir viviendo en paz como hasta ahora “viene sucediendo”. El documento publicado en distintos diarios no es solamente un admirable catálogo de perífrasis con gerundio, es también el retorno del instinto localista que se resiste a la mirada crítica de los intereses extraños. Queremos seguir trabajando a lado de nuestro amigo el licenciado gobernador. Déjennos en paz.

Esplendores del reflejo localista. Reflejos antiguos que cuentan con el respaldo de la cultura matriótica. La 'matria', el terruño amenazado por las invasiones del Centro. Como se entiende, la historia es vieja pero cuenta con intensos capítulos recientes. Gobernadores en rebelión contra el Presidente; elecciones locales anuladas por instancias judiciales federales; estados que coquetean con símbolos de la autonomía y secesión; tribunales que exhiben las trapacerías ocultas de las instancias regionales. Además del impulso identitario que rechaza cualquier intervención del centro como si fuera un acto imperial, la resistencia local a la intervención ha contado con reglas favorables. El federalismo adoptado por México le ha confeccionado una trinchera casi impenetrable a la arbitrariedad local. La Constitución describe incorrectamente a los estados como entidades “libres y soberanas” y le cierra la puerta a la necesaria intervención federal. La conformación de subregímenes autoritarios en el país encuentra una estructura constitucional más que condescendiente. En ausencia de contrapoderes locales institucionalizados, las fuerzas estatales tienen prácticamente salvoconducto de impunidad.

Oaxaca y Puebla representan los dos episodios más recientes de la arbitrariedad local que no encuentra moderación en su propio suelo. Dos estados donde el ejecutivo ha logrado penetrar las instancias que en el papel deberían constituirse como fuente de exigencias, frenos y reparaciones. Asambleas representativas subordinadas; medios de comunicación comprados, tribunales sometidos. En ese escenario no hay fulcro en el que pueda fincarse el contrapeso. En tal escenario es imposible abrir foros eficaces para el cuestionamiento, ni pueden ponerse en marcha mecanismos para detener o castigar el exceso. La arbitrariedad se instala así como fatalidad; cultura y destino de la patria chica.

Ahora que las instancias judiciales resuelven examinar las posibles violaciones a los derechos fundamentales, valdría la pena recordar a José María Iglesias, el gran ministro de la Suprema Corte de Justicia que aún espera el reconocimiento que merece. Iglesias entendió la responsabilidad que tiene un tribunal supremo para asegurar la vigencia de la república. El último peldaño del orden constitucional no puede desentenderse de la quiebra del orden democrático. Sabía bien que los atropellos provincianos suelen escudarse en una doctrina jurídica. Iglesias cuestionó la política judicial del desdén, esa argumentada determinación de no hacer nada ante el atropello de los poderes locales. El argumento de la soberanía suele ser, en efecto, el gran pretexto. Bajo ese amparo, escribe en su Estudio sobre las facultades de la Corte, “se esconden un puñado de ambiciosos audaces que van buscando solamente su medra personal. No es entonces la soberanía del estado la que entra en lucha contra la federación: los verdaderos infractores de los preceptos constitucionales son los que a la vez los conculcan, quieren servirse como de vil instrumento del nombre de la soberanía popular”.

El alegato de Iglesias se dirigía particularmente a los abusos electorales. Cuestionaba la tesis de que los colegios locales eran la última instancia para evaluar los procesos democráticos. Vislumbraba desde entonces una justicia electoral imparcial que cuidara la autenticidad del voto. (Véase para eso el valioso estudio de Javier Moctezuma “José María Iglesias y la justicia electoral”, publicado por la UNAM en 1994.) Sin embargo, la lógica de su argumento vale más allá del cuidado de los sufragios. Para la vigencia plena del orden republicano ha de intervenir la Suprema Corte de Justicia. De lo contrario, se volvería cómplice de una ilegalidad irremediable. En otras palabras, la inacción judicial sería promotora de una impunidad jactanciosa y soberbia. El garante de la legalidad como mentor de transgresiones. La Suprema Corte de Justicia no puede tolerar la cínica carcajada de la coartada localista. La “soberanía” local se convertiría en refugio del crimen perfecto. Decía Iglesias que los emperadores abusaban de su poder; los dictadores abusaban de su poder, los presidentes podían abusar del poder y también los gobernadores. Si los ejecutivos locales se excedían, atropellaban derechos, secuestraban los dispositivos del control, el vigía judicial habría de asumir la seriedad de su tarea como protector de la constitucionalidad.

No cabe duda de que la ruta que traza la Suprema Corte de Justicia para investigar lo sucedido en Oaxaca y en Puebla es riesgosa. La investigación puede desembocar en un fiasco. Mucho peor sería el portazo del desprecio. Mejor sería aprender de lo reciente y dar instrumentos eficaces a la actuación federal.— México, D.F.

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